El calor no da respiro en Argentina: los aires acondicionados y ventiladores trabajan al límite, y para colmo, los cortes de luz quiebran la tranquilidad y generan malestar social. Tras el apagón histórico, en el Área Metropolitana de Buenos Aires 45 mil usuarios aún no tienen suministro eléctrico. Las alertas emitidas por el Servicio Meteorológico Nacional (SMN) indican que las temperaturas seguirán siendo elevadas y el humo, que proviene de las quemas en Corrientes y en Delta del Paraná, condimenta un paisaje desolador.
“Los valores que estamos experimentando, tanto en el comienzo del verano como ahora en marzo, están muy por encima de lo que se puede considerar como normal. De hecho, tuvimos el verano más cálido de la historia de nuestro país”, destaca Cindy Fernández, vocera del SMN. La “anomalía” es un concepto que sirve para expresar el resultado de la comparación entre este verano y otro considerado normal. Si se tienen en cuenta los veranos registrados entre 1981 y 2010 como referencia, el valor de anomalía actual es de 1.3 grados y, en efecto, ese valor se ubicó por encima del promedio. “Además, este verano se caracterizó por tener una recurrencia de olas de calor nunca antes vista. Si se contabiliza esta semana, ya van nueve episodios de olas y esto es completamente atípico. Los años con mayor cantidad, a lo sumo, llegaban a cuatro o a cinco olas”, dijo Cindy Fernández.
El jueves, para citar un ejemplo, la Ciudad de Buenos Aires registró una temperatura de 37.9° C, una marca que no se advertía desde hace exactamente 70 años. El panorama futuro no es mejor, sino que el calor persistirá, con el termómetro por encima de los 30 grados. “De máximas de 38 pasaremos a máximas de 33, así que no se termina el calor. Por lo menos hasta finales de la semana que viene esto continúa y podemos afirmar hasta ahí porque los pronósticos no llegan más allá en verdad”, anuncia Fernández.
En las ciudades, los ritmos laborales se alteran y las reuniones presenciales se pasan para más tarde con la esperanza de un aire fresco que nunca llega; mientras que en la calle afloran los gorros de todo tipo y reaparece un accesorio que, quizás por su utilidad, nunca pasa de moda: el abanico. Se trata de temperaturas que ponen en riesgo la salud de las personas porque, sencillamente, el cuerpo tiene que ingeniárselas para conservar el equilibrio de la temperatura interna. Por este motivo, vuelven las recomendaciones de siempre: no exponerse al sol, limitar la actividad física y, preferentemente, permanecer en sitios con buena ventilación. Asimismo, se insta a la hidratación continua -sin bebidas alcohólicas o azucaradas-, evitar comidas abundantes y usar ropa ligera y clara. El objetivo es prevenir golpes de calor, hipertensión e hipertermias.
En el fondo, el cambio climático
Aunque en lo inmediato el calor sofocante aparezca como un problema que se evapora cuando comienza a llegar el otoño, lo cierto es que existe un problema de raíces profundas. ¿De qué manera la ciencia explica un calor agobiante y que cada vez parece más intenso? Una de las primeras respuestas está en el cambio climático: un fenómeno de abordaje global que, partiendo desde mediados del siglo XIX con la revolución industrial, tiene estrecha relación con las acciones de los seres humanos y la emisión de los gases del efecto invernadero, vinculados a una matriz productiva cuyo engranaje principal son los combustibles fósiles.
Carolina Vera, Investigadora Principal del Conicet en el Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera (CIMA), señaló a Página/12 sobre este tema que “el aumento en la frecuencia e intensidad de las olas de calor se relaciona de manera directa con el cambio climático producido por las actividades humanas. Hay diversos análisis que lo confirman. Hemos hecho estudios de atribución que comprueban la influencia humana y cómo es posible hallar su impacto en todas las olas”. En la misma línea, Fernández apunta: “Es muy pronto para afirmar si este calor se explica gracias al cambio climático y al calentamiento global, porque habría que realizar un nuevo estudio de atribución, pero todo lo que estuvo ocurriendo durante estos últimos meses va de la mano con lo que los científicos anunciaban unas tres décadas atrás. Tenemos olas cada vez más intensas y recurrentes que afectan a una mayor cantidad de población. A este ritmo, tenemos que pensar que así serán todos los veranos siguientes”.
A fines de 2022, un informe realizado por World Weather Attribution hecho con investigadores e investigadoras de 18 países, indicaba el protagonismo de los humanos en la ola de calor que Argentina había afrontado a inicios de diciembre. Según el análisis, el cambio climático había ocasionado que los calores extremos y persistentes fueran 60 veces más probables. En las últimas décadas, las olas de calor no solo son más severas: resultan ser más frecuentes.
El verano 2023 ocupa el primer puesto y le sigue el de 1989. En ambos casos, el fenómeno de La Niña se expresó de forma prolongada e intensa. “Como La Niña no favorece las lluvias, se asocia a días despejados con poca nubosidad, mayor radiación solar y un suelo más caliente y seco. Los suelos, cuando están secos, se calientan más que uno húmedo y ello contribuye, en conjunto, a incrementar las temperaturas”, describe Fernández. Vera subraya la presencia de una variabilidad natural del clima que no puede dejar de advertirse: “También influye el establecimiento de patrones de circulación de ondas en la atmósfera que promueven condiciones anticiclónicas de alta presión que conducen a la existencia de altas temperaturas persistentes sobre el país”.
Paradojas y desigualdades
El cambio climático, en tanto fenómeno global, no es un conflicto que solo afronta Argentina. Los incendios forestales, las sequías, el derretimiento de los glaciares y las temperaturas extremas afectan a las casi 8 mil millones de personas que habitan el globo. Petteri Taalas, el Secretario General de la Organización Meteorológica Mundial, apuntó que las olas de calor extremas continuarían hasta 2060, con independencia de si las sociedades del mundo logran contener la emisión de gases y mitigar sus efectos.
Si bien el cambio climático afecta a todos, no perjudica a todos por igual. El factor de la desigualdad atraviesa todas las esferas de la vida y en particular, a los grupos sociales más desfavorecidos económicamente, que disponen de menos herramientas para enfrentar un fenómeno de esta magnitud. Por este motivo es que, en el ámbito internacional ha empezado a hablarse del concepto de justicia climática. Este término concentra el foco en los derechos humanos y plantea la creación de fondos para ayudar a países en desarrollo a hacer frente a las pérdidas y daños por los efectos adversos. Porque las naciones más afectadas son las que menos han contribuido al calentamiento global.
Para monitorear este problema de escala planetaria, Naciones Unidas convoca desde 1988 al Panel Intergubernamental de Cambio Climático que reúne especialistas en encuentros periódicos. Los científicos y científicas del rubro presentan allí la última evidencia sobre el problema y proponen estrategias de abordaje. En cada ocasión, los jefes de Estado de los 195 países-miembro parecen comprometerse y -salvo excepciones- acuerdan concensos generales y planifican hojas de ruta. No obstante, en la práctica, la meta está demasiado lejos: desde hace más de tres décadas, los discursos de los gobernantes nunca se traducen en acciones.